(Dedicado a la memoría de Andrés Caidedo, fallecido escritor colombiano) Ella gritó al final de la canción, con la misma fuerza con que lo haría Hector Lavoe a los 2 minutos 45 segundos de Juanito Alimaña. Dio una vuelta y sintió como las trompetas salvajes anunciaban el final de la inmisericorde canción. Sentía el éxtasis en sus piernas, en sus caderas, en sus labios y su garganta. Necesitaba el piano, las maracas, el timbal; los necesitaba ahora. Mara se sentó cansada, tomó una copa de ron de la mesa y se levantó de nuevo, jadeante, sudorosa. Buscaba un cigarrillo para secarse, para exprimirse la humedad y volver a hundirse en el baile como si acabase de llegar a la fiesta. Marco estaba sentado inmutable e inexpresivo, la vio salir entonces de aquel bar. Cabellera oscura, larga y libre. Su piel era suave para los ojos - aún más agradable para el tacto - pensó. Vestía una ligera camiseta blanca, pequeña, dejaba ver cada detalle de su hermosa figura y un jean, suelto también, descompl